En medio de la crisis de confianza que atraviesan nuestras instituciones, hablar de ética en política no es un ejercicio académico, sino una necesidad urgente. En su reciente libro La ética del político, el abogado y doctor en Derecho Eduardo Riquelme Portilla nos propone una reflexión que merece ser tomada en serio: ¿qué ocurre cuando separamos la ética de la política?

El autor revisa desde Aristóteles hasta Maquiavelo, pasando por Weber y Foucault, para mostrar cómo el poder, en distintas épocas, ha buscado emanciparse de cualquier consideración moral. El resultado de esa ruptura, sostiene Riquelme, es la legitimación de prácticas que van desde la mentira y la manipulación hasta la violencia política como herramienta válida. No es difícil reconocer esas tendencias en nuestro propio entorno, donde la posverdad y el marketing electoral parecen pesar más que la coherencia y la honradez.

La advertencia es clara: cuando la política se vacía de principios, se transforma en espectáculo. Y en tiempos de redes sociales, ese espectáculo se vuelve aún más peligroso, porque un mensaje viral puede tener más impacto que una política pública. Como señala Riquelme, se corre el riesgo de que la estética del poder reemplace a la ética del servicio.

Pero el libro no se queda en la crítica. Su aporte más valioso es la invitación a reconciliar ética y política. Recuperar la noción de virtud como guía del gobernante, reforzar la coherencia entre lo que se promete y lo que se hace, y poner la lealtad y la honradez por encima del cálculo electoral no son actos de ingenuidad: son condiciones para sostener un liderazgo legítimo y duradero. La ética, en definitiva, no es un accesorio moral, sino un capital estratégico sin el cual no hay confianza ni gobernabilidad.

La política chilena —y global— enfrenta un dilema que este libro ayuda a iluminar. ¿Seguiremos normalizando la mentira, el cortoplacismo y la manipulación como parte del oficio, o nos atreveremos a exigir una política con convicciones éticas? Si queremos fortalecer nuestra democracia, la respuesta debería ser obvia: como bien señala Eduardo Riquelme Portilla, la ética del político no es opcional, es indispensable.

 

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